La guitarra de 7.000 árboles que representa una triste historia de amor.
En General Levalle, Córdoba, un estanciero argentino los plantó como homenaje a su difunta esposa
En medio de la llanura, una arboleda de cipreses y eucaliptos conforma una enorme guitarra de aproximadamente un kilómetro de largo.
"Es increíble ver un diseño tan cuidadosamente planeado, a tanta distancia abajo", dice Gabriel Pindek, piloto comercial de Austral Líneas Aéreas, según publicó el diario Mdzol.com. Y agregó "No hay otra cosa así".
Es obra de Pedro Martín Ureta, un productor agropecuario de 70 años. La hizo para conmemorar a su difunta esposa, Graciela Yraizoz, quien murió en 1977 a los 25 años.
En su juventud, Ureta era bohemio. Viajó por Europa y se codeó con artistas y revolucionarios. Pero al regresar al país a los 28 años, en la década del 60, su corazón quedó cautivado por el de Yraizoz, una joven de apenas 17 años en aquel entonces.
Según contó Ureta, el párroco local casi se niega a celebrar el casamiento entre la joven pareja porque no creía que el muchacho se comprometiera con los votos de la sagrada unión como amar a Yraizoz "todos los días" de su vida. Pero demostró al religioso que estaba equivocado y la unión fue feliz, aunque breve.
"Ella era muy emprendedora, vivía haciendo cosas", dice Soledad, de 38 años, uno de los cuatro hijos del matrimonio, y agregó: "Ella ayudó a guiar a mi papá. Vendía ropa".
Un día durante un vuelo sobre la llanura pampeana, Yraizoz vio desde el aire un campo que parecía un balde, cuentan sus hijos. En ese momento, se inspiró y decidió que la finca de la familia tomaría forma de una guitarra, un instrumento que adoraba.
"Mi padre era muy joven, y estaba ocupado con su trabajo y sus propios planes", dice su hijo menor, Ezequiel, de 36 años. "Él decía 'después, hablemos después'".
Un día en 1977, Yraizoz se desmayó. Había sufrido una ruptura de aneurisma cerebral y al poco tiempo falleció, mientras llevaba en el vientre a quien hubiera sido el quinto hijo de la pareja.
Ureta cuenta que desde ese momento, orientó su vida en una dirección más filosófica, se retrajo del mundo exterior y comenzó a leer sobre el budismo. Ureta parafrasea un verso del cantautor y escritor Atahualpa Yupanqui que le quedó grabada en la cabeza: "Galopaba mucho y lo mismo llegué tarde".
Años después de la muerte de su esposa, Ureta decidió cumplir con sus deseos sobre el diseño de la estancia y, tras consultar a varios paisajistas que quedaron desconcertados con el proyecto que les proponía, se hizo cargo del trabajo.
Entre toda la familia plantaron los árboles, que no fue una tarea fácil. "Es una zona semiárida y hay vientos fuertes y sequías", dice Ureta. "Tuve que sembrar y resembrar y casi abandoné el proyecto".
Finalmente, a Ureta se le ocurrió cómo hacer para que los árboles más jóvenes crecieran y según cuenta su hija María Julia, de 39 años, fue lo más parecido a que su madre volviera a vivir.
Mientras cuidaba los árboles, el hombre criaba a sus cuatro hijos. Cada día, manejaba unos 15 kilómetros en su camioneta para llevarlos a la escuela y cuando se quedaba trabada en el barro durante la temporada de lluvias, usaba un caballo para sacarla.
Hoy, el hijo mayor, Ignacio, de 42 años, es ingeniero; María Julia es representante farmacéutica; Soledad es profesora de educación especial; y Ezequiel es veterinario. Tiene nueve nietos.
Después de un largo tiempo, Ureta logró rehacer su vida con María de los Ángeles Ponzi, que está a cargo de la farmacia del pueblo. Ella dice que aprecia la belleza del tributo a la primera esposa de su pareja. Ureta nunca ha visto la gran guitarra desde el cielo, excepto en fotos. Teme volar.
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